CAMPANAS QUE SUENAN

 

Dice el refrán que cuando el río suena, agua lleva. Y las campanas suenan cada día ¿qué mensaje llevan en su repicar? Pues como el río, agua llevan. Pero es el agua que sacia el espíritu y salta a la Vida Eterna. Cada día, el sonar de las campanas nos recuerda que Jesús se hace presente entre nosotros en la Eucaristía; nos llama a la oración; nos dice que hay una comunidad que marcha unida en la esperanza. El ruido de las campanas no es ruido; es sonido de alegría, de Buena noticia y de canto a la vida…

 

Y en estos días, cuando he ido al atrio a ver las campanas he caído en la cuenta de que siempre están en el mismo sitio… y sin moverse llegan lejos… ¿Cómo no? Se me ha venido a la mente mi comunidad… encerrados y sin poder moverse. Y,contemplando las campanas y el campanario, “me han dicho que os diga”: que también nosotros desde casa, “sin movernos”, podemos usar los medios que tenemos y ser campana que suena y lanzar a los cuatro vientos la Buena Noticia que da sentido y fuerza a todo. Hay quien puede quejarse porque las campanas despiertan o porque suenan demasiado. Pero no podemos acallar la gran noticia de esperanza de Cristo Resucitado. Nuestra tarea al sonar es despertar a todos, empezando por los más cercanos. Hay que sacar de las habitaciones a los que se aíslan dentro del aislamiento. Hay que despertar corazones adormilados que se olvidan de palpitar y que no ponen en juego la riqueza que llevan dentro. Hay que sonar y sonar. Con toque contundente, aunque dulce y acomodado a la realidad que tengo delante, para poder realmente despertar. Nuestras campanas suenan a gloria, a misa, a fuego, a muerto… También nosotros estamos llamados a sonar con distinto toque para llamar y poner en movimiento a los hijos de Dios que tengamos delante. Y no cansarnos de sonar. Los mortecinos sacarán toda su furia para decir que nos callemos. Pedirán respeto seguramente de forma irrespetuosa. Les molestará el sonido de la campana humana, aunque no la cantidad de ruidos que seguro atruenan a su alrededor y en su interior… ¡qué se le va a hacer! Pero jamás tenemos que dejar de amarlos ni de seguir sonando. Son como aquél ladrón crucificado con Jesús que, hastiado, vacío y sin horizontes, arremete contra todo. No podemos dejar de sonar, porque son los que más necesitan a Dios: ese abrazo en su soledad y esa luz en su obscuridad… si bien, como todo herido, grita cuando le están curando las heridas. De verdad, no podemos dejar de sonar.

 

Las campanas de la parroquia suenan todos los días; para permanecer y perseverar también nosotros,  es fundamental alimentarse de la oración y del sonido de las otras campanas. Con más de una campana, sentimos que no estamos solos; además, el sonido es más bonito y se puede jugar con ellas. Para continuar sonando, es clave no dejarse engañar por los que, de manera más sibilina quieren amordazar nuestro canto. Perseverar, implica también, renovar nuestra fe y la pasión por lo que anunciamos; conlleva sentirnos en comunión con nuestra gente y amar a los que llevamos el anuncio. Para seguir sonando, nuestra confianza tiene que ponerse siempre en Dios, que nos acompaña y nos hace vencer el miedo, la angustia y el pánico.

 

Por último, si queremos seguir repicando, os invito a no dejar en la estantería del olvido los escritos de estos días anteriores que nos ofrecen maneras concretas para gritar al mundo cada día la alegría de la fe con ilusión y tanta fuerza como dulzura.

 

Ángel