ALZAD LAS MANOS

 

Ayer daban el parte en uno de los grupos de la parroquia y, junto a noticias buenas de altas y mejorías en los enfermos, nos advertían de unposible suma y sigue en la cuenta de los afectados.

El mensaje de respuesta que brota del corazón no es otro que “a rezar y a seguir en la batalla. Vamos a hacer preciosa esta lucha, pisando tierra. Contamos con el sufrimiento, la dureza del combate y el posible cambio de batallón de algunos hermanos (del batallón de la Iglesia peregrina al batallón de la Iglesia triunfante, por si quedaba alguna duda) El enemigo es sibilino. Nosotros, sin miedo y juntos, como hermanos ¡Alcemos las manos como Moisés! (Ex17, 11.13)”

Lo precioso de la batalla, evidentemente, no es lo crudo del combate, sino la forma de combatir. Estamos unidos en la lucha y cada uno tiene su papel. En el libro del Éxodo, Josué atacó a Amalec. Él se jugaba la vida en primera línea. Pero la victoria no dependía sólo de él. Moisés desde el monte, levantaba las manos en oración. Mientras las mantenía en alto, Josué ganaba. Si las bajaba, era Amalec quien ganaba posiciones. Pero Moisés tampoco estaba solo: había unos compañeros a su lado que le pusieron una piedra para que se sentara y estaban Aarón y Jur sujetándole los brazos, uno a cada lado. Y así resistieron hasta la puesta del sol. Y venció Josué.

Estamos llamados a sentirnos todos guerreros en este combate. Y hemos de darnos cuenta de que la victoria no es cosa de francotiradores. Nos necesitamos. Cada uno debe descubrir cuál es su misión en esta guerra. Yo tengo la sensación de que la gran tarea de muchos es apoyarnos y sujetarnos los unos a los otros. Unir esfuerzos y no dejar que nadie se caiga. De la fortaleza de cada uno, depende la victoria de todos. Y tengo la certeza de que venceremos, aunque esa victoria puede tardar en llegar. Y la guerra de desgaste es muy dura. Contar unos con otros es determinante siempre, pero ahora, esa necesidad es, si cabe, drásticamente más visible:si no nos encerramos todos, la cosa se complica para todos; si no nos apoyamos en el encierro, la situación se hace insostenible; si no comprendemos el desbordamiento de la sanidad y exigimos derechos y no colaboramos, el desastre está asegurado… Nuestra esencia de ser familia queda al descubierto y vemos la necesidad de rescatar esta arma y ponerla urgentemente en juego, pues la consideramos primordial para vencer. Y, una vez rescatada y utilizada, guardarla en el armero de nuestra alma y tenerla bien custodiada para que no nos la vuelvan a robar el día después de la victoria.

Y hay que pedirle al Señor que nos dé más armas para el combate. “Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder” (Ef.6, 10) Porque es Dios quien da a esas armas la capacidad para derribar torreones (2Cor10, 4b) Y son esas armas las que nos van a dar a cada uno, la responsabilidad concreta en esta guerra.

Además de la oración y la comunión, que son la clave, rezando, descubro también como armas, la humildad y el respeto. El Señor nos dice: “Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos” (Ef6, 14-18) Los médicos se ponen trajes adecuados para combatir al virus enemigo. Los cristianos también hemos de revisar qué traje lleva nuestro corazón y quitar todas aquellas actitudes que no sólo no protegen, sino que pueden incluso estar favoreciendo al enemigo, y revestirnos con el uniforme que nos ofrece nuestro Dios. Nuevamente tenemos trabajo… Con la misma seriedad con la que nos ponemos máscaras, guantes, escafandras o higiene de todo, tenemos que armar y desinfectar el corazón. Si no, la brecha quedará abierta y seguiremos contaminados y vencidos siempre en lo más hondo del ser…

“Y ahora, bendecid al Señor, los siervos del Señor, los que pasáis la noche en la casa del Señor. Levantad las manos hacia el santuario y bendecid al Señor. El Señor te bendiga desde Sion, el que hizo cielo y tierra” (Salmo 133) Y… “Pedid también por mí, para que cuando abra mi boca, se me conceda el don de la palabra y anuncie con valentía el misterio del Evangelio” (Ef6, 19)

 

Ángel